Un psicoanalista francés, Alain Didier-Weill, que asistió al seminario
de Lacan y fue incluso convocado por éste a exponer allí mismo, cuenta en su
libro “Los tres tiempos de la ley” la siguiente historia: un loco, que creía
que era un grano de trigo, es dado de alta por el psiquiatra que lo atendió
durante su internación. Aparentemente, está curado.
Poco después de salir, encuentra una gallina; aterrorizado, vuelve
corriendo y le pide al psiquiatra que lo interne nuevamente. El médico,
asombrado, le dice:
“- No entiendo, usted hace 5 minutos estaba curado, sabía que no es un
grano de trigo…”
El loco responde:
“- Si, yo lo sé, pero ella, ¿lo sabe?”
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Esta historia nos puede ser útil para una reflexión sobre el superyo. Según la
postulación freudiana, éste se caracteriza por saber todo acerca del sujeto. En
esta breve historia, podríamos decir que la gallina encarna al superyo, dado
que porta, según el loco, un saber sobre su ser. Pese a su pregunta final, en
verdad él no duda; su huida da cuenta de su verdadera certeza: la gallina sabe
que él, de alguna manera, sigue siendo un grano de trigo.
(Puntualicemos que la temática del superyo, excede, atraviesa la
diferencia entre neurosis y psicosis, por lo que creemos que nuestra reflexión
puede ser también útil para el análisis de neuróticos).
Si intentamos formular en una frase la cuestión, podríamos cifrarla así:
“No eres más que un grano de trigo, te conozco muy bien y no puedes ocultarme
tu verdadera naturaleza”, enunciado
claramente superyoico.
La vida de muchos sujetos está frecuentemente guiada por la
imposibilidad de contradecir enunciados superyoicos de estas
características; son aquellos que le dicen, por ejemplo, que es un inútil, un
impostor, un bueno para nada, un pobre tipo…
Es decir, una cantidad de enunciados obviamente infinita, que tienen en
común darse a conocer como un saber
absoluto sobre el “ser” del sujeto.
No es infrecuente que en el transcurso de las sesiones, el superyo
aparezca encarnado en alguna, o algunas de
las personas que rodean al analizante.
Sus palabras, entonces, son escuchadas como acusación casi judicial, de
la que es preciso defenderse, o como palabra sagrada, a la que es ineludible
obedecer. Otras veces el analizante queda mudo frente a esos enunciados, o los
repite, tomandolos como propios, sin poder contradecirlos.
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Sabemos que hay una íntima
relación entre la voz (el objeto voz) y el superyo, a punto tal que Lacan a
veces toma a uno por otro; en esta
historia del loco y la gallina podemos también comenzar a ubicar la relación de
la mirada con el superyo y la voz.
La mirada de la gallina puede calificarse aquí como medusante ( la
Medusa era un monstruo mitológico, de mirada penetrante, capaz de convertir en
piedra a quien la sufra).
El efecto medusante no sería aquí la inmovilidad sino la mudez que afecta al loco cuando ve a la
gallina, o mejor dicho, cuando se cree
observado por ella; esa mudez, en nuestros analizantes, que no son mudos, que
hablan, puede ser considerada también metáfora de la imposibilidad de
contradecir esa mirada, de producir una voz autónoma, deseante, entre la maraña
de enunciados superyoicos que lo habitan.
El silencio del loco ante la
gallina, su huida, da cuenta de que , aunque corra, no se ha separado de
la gallina. Mejor dicho: corre porque
no se ha separado de la gallina. Es decir, está alienado: corre, pero su fuga
no es separación: aunque corra y se aleje, no deja de estar bajo el poder de la mirada medusante
de la gallina. No intecambian palabra alguna, están enfrentados en una relación
cuyo único soporte es la mirada, que le significa al loco: “Tu eres solo un
grano de trigo”
El diálogo del loco con el psiquiatra muestra que él cree que aquello
que puede separarlo de la gallina está en el espacio ( ya sea la distancia
física, o la interposición de la pared
del manicomio) y no en el campo de lo simbólico. Es decir, en las palabras con
las que podría, venciendo su mudez, decirle a la gallina que lo mira:
“Yo no soy solo eso, un grano de
trigo. Soy eso, pero también soy más que eso, hay en mí otras
dimensiones, que no son solo las de ese objeto que puedes engullir cuando te
plazca”.
Su relación con lo simbólico es tal, que la alienación sigue intacta.
Igualmente, es alentador que corra: muestra que la alienación no es
absoluta, él sabe que en algun lugar del mundo, por ejemplo en el consultorio del
psiquiatra, algo puede protegerlo; es decir, su apropiación de lo simbólico
tiene tales características que debe recurrir indefectiblemente a otro que lo proteja.
En verdad, la apropiación de lo simbólico nunca es plena y absoluta, en
ningun sujeto, loco o no; pero aspiramos a que llegue a ser eficaz para
contradecir los enunciados superyoicos.
Un análisis puede, justamente, ayudar a modificar esa apropiación: el analista, a diferencia del psiquiatra, puede
ayudar a interponer no una pared de ladrillos, sino un muro de palabras ante
esa mirada.
Quizás lo que se nombra como depresión, ése término tan problemático
para nosotros ( agrupa de manera indiscriminada, indiferenciada) sea, en
esencia, la aceptación pasiva de esa mirada:
“Es verdad, no soy más que eso, un grano de trigo, puedes engullirme
cuando te plazca”
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Aquí se nos impone una pregunta:
¿Por qué tiene ese poder la mirada? ¿Cuál es la raíz de ese poder, de donde
proviene su fuerza medusante?
Quizás esa mirada ha puesto en primer plano la condición de objeto, o, mejor
dicho, el reverso de lo simbólico, el mundo de lo que no está regido por la ley
de la palabra.
En la primera escena de la película “Blue velvet” (Terciopelo azul)
dirigida por David Lynch y protagonizada por Isabella Rosellini y Dennis
Hopper, podemos encontrar un esbozo
posible de este reverso. Esa primera escena muestra la apacible vida de un
pueblo de USA, casi una maqueta: veredas
muy pulcras, niños cruzando
ordenandamente la calle por la senda peatonal, los bomberos pasan en su camión
saludando armoniosamente al son de una música melosa. En el jardín de una casa
típica, un hombre está regando, mientras vemos a su mujer en el living, mirando TV.
De pronto, la manguera empieza a
fallar, enredada en una rama; el hombre trata de arreglarla, pero súbitamente
cae al piso, con muestras de dolor: ha sufrido un paro cardíaco o un accidente
cerebrovascular. Lentamente, la música melosa se va apagando y la cámara
desciende; se va adentrando en el pasto del jardín, y todo empieza a cambiar:
empieza a insinuarse un ámbito hostil, salvaje; los seres que lo habitan, alimañas que quizás tengan ahora una dimensión
monstruosa, están probablemente empeñados en una lucha a muerte La impresión es
siniestra, dura apenas unos instantes, y rapidamente la escena se recompone.
Durante un brevísimo lapso apareció ese reverso de lo simbólico.
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Freud enfatizó el origen vocal del superyo, afirmando que es imposible
negar el origen de la instancia en lo oído; Lacan postuló que esa vocalidad es,
en verdad, el origen constitutivo del superyo. Hay, por lo tanto, una íntima relación entre la voz y el superyo. ¿Y la mirada? ¿Cómo articular la
relación entre los ambos objetos y la instancia?
Para comenzar a pensar esta cuestión, digamos que la mirada, por su
carácter silencioso, se presta muy especialmente a la sanción superyoica. Si alguien no puede contradecir con palabras
una mirada superyoica, es porque ha quedado bajo la autoridad de algun
enunciado superyoico. Toca al analista, cuestionar ése (esos) enunciados, horadar esa certidumbres, que reenvían al
sujeto una y otra vez por los mismos derroteros.
(Presentado en la Jornada Clínica de la Fundación Tiempo - 11/4/2015)
Acabo de descubrir tu blog. Me gustó lo que escribiste sobre superyó, alienación, mirada, voz... Y seguramente al seguir explorando encontraré cosas interesantes.
ResponderEliminarSaludos cordiales
Hola, Patricia:
ResponderEliminarme alegro que te haya gustado! Gracias por comentarlo.
Saludos