(Publicado en Página12, 27/3/14)
¡“Print”! En un futuro cercano, muy cercano, Theodore, un triste y solitario escriba, ordena a su computadora imprimir las cartas que escribe por encargo; ésas que las personas ya no se escriben entre ellas, en ese mundo ultratecnologizado. Así se gana la vida, así transcurren sus días; sus noches oscilan entre la soledad, los videojuegos y la tristeza por su reciente separación. Un día como cualquier otro, persuadido por la publicidad, decide probar un nuevo y prometedor sistema operativo en su computadora… y ahí empieza el viaje. Solo un par de preguntas, el Sistema se autoconfigura y aparece Samantha: el Sistema tiene voz, ha elegido su propio nombre entre miles disponibles en algunas milésimas de segundo…y le habla. Samantha es dulce, su voz es seductora. Pasado el primer momento de extrañeza, de incredulidad, entablan una agradable conversación, una interlocución continua y Theodore, lentamente, sucumbe a sus encantos: la voz está siempre presente en el auricular inalámbrico de su celular, siempre lista para escucharlo y responderle, en un diálogo que va cobrando ribetes amorosos, incluso sexuales. Samantha está a su servicio, le organiza la vida, consigue que publiquen su libro y Theodore olvida que es solo una voz.
[¿Es ésta la fuente de su poder? ¿O se trata de su invisibilidad? Los discípulos de Pitágoras escucharon sus disertaciones durante años sin verlo: nada los distraía de la voz del maestro, solo podían concentrarse en ella, y fue tratado en vida como un dios]
Pero no se trata de ubicar un origen mítico: la voz (como objeto) es el resto caído del encuentro del lenguaje con el cuerpo: es lo que ambos tienen en común, pero que no pertenece a ninguno de ambos; la voz surge del cuerpo y soporta el lenguaje, pero no es de uno ni del otro.
La fantasía de Theodore se derrumba cuando toma nota de algo que en verdad ya sabía: Samantha, al igual que la voz, no es ‘suya’, ilusión necesaria para sostener la relación amorosa. El resto es soledad.
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