domingo, 28 de junio de 2015

El superyo, la voz y la mirada



Un psicoanalista francés, Alain Didier-Weill, que asistió al seminario de Lacan y fue incluso convocado por éste a exponer allí mismo, cuenta en su libro “Los tres tiempos de la ley” la siguiente historia: un loco, que creía que era un grano de trigo, es dado de alta por el psiquiatra que lo atendió durante su internación. Aparentemente, está curado.
Poco después de salir, encuentra una gallina; aterrorizado, vuelve corriendo y le pide al psiquiatra que lo interne nuevamente. El médico, asombrado, le dice:
“- No entiendo, usted hace 5 minutos estaba curado, sabía que no es un grano de trigo…”
El loco responde:
“- Si, yo lo sé, pero ella, ¿lo sabe?”
                                                
                                                          ******

Esta historia nos puede ser útil para una  reflexión sobre el superyo. Según la postulación freudiana, éste se caracteriza por saber todo acerca del sujeto. En esta breve historia, podríamos decir que la gallina encarna al superyo, dado que porta, según el loco, un saber sobre su ser. Pese a su pregunta final, en verdad él no duda; su huida da cuenta de su verdadera certeza: la gallina sabe que él, de alguna manera, sigue siendo un grano de trigo.
(Puntualicemos que la temática del superyo, excede, atraviesa la diferencia entre neurosis y psicosis, por lo que creemos que nuestra reflexión puede ser también útil para el análisis de neuróticos).
Si intentamos formular en una frase la cuestión, podríamos cifrarla así: “No eres más que un grano de trigo, te conozco muy bien y no puedes ocultarme tu verdadera naturaleza”,  enunciado claramente superyoico.
La vida de muchos sujetos está frecuentemente guiada por  la  imposibilidad de contradecir enunciados superyoicos de estas características; son aquellos que le dicen, por ejemplo, que es un inútil, un impostor, un bueno para nada, un pobre tipo…
Es decir, una cantidad de enunciados obviamente infinita, que tienen en común  darse a conocer como un saber absoluto sobre el “ser” del sujeto.
No es infrecuente que en el transcurso de las sesiones, el superyo aparezca encarnado en alguna, o algunas de  las personas que rodean al analizante.
Sus palabras, entonces, son escuchadas como acusación casi judicial, de la que es preciso defenderse, o como palabra sagrada, a la que es ineludible obedecer. Otras veces el analizante queda mudo frente a esos enunciados, o los repite, tomandolos como propios, sin poder contradecirlos.
                  
                                                           ******

 Sabemos que  hay una íntima relación entre la voz (el objeto voz) y el superyo, a punto tal que Lacan a veces toma a uno por  otro; en esta historia del loco y la gallina podemos también comenzar a ubicar la relación de la mirada con  el superyo y la voz.
La mirada de la gallina puede calificarse aquí como medusante ( la Medusa era un monstruo mitológico, de mirada penetrante, capaz de convertir en piedra a quien la  sufra).
El efecto medusante no sería aquí la inmovilidad sino la  mudez que afecta al loco cuando ve a la gallina, o mejor dicho,  cuando se cree observado por ella; esa mudez, en nuestros analizantes, que no son mudos, que hablan, puede ser considerada también metáfora de la imposibilidad de contradecir esa mirada, de producir una voz autónoma, deseante, entre la maraña de enunciados superyoicos que lo habitan.
El silencio del loco ante la  gallina, su huida, da cuenta de que , aunque corra, no se ha separado de la gallina. Mejor dicho: corre porque no se ha separado de la gallina. Es decir, está alienado: corre, pero su fuga no es separación: aunque corra y se aleje, no deja  de estar bajo el poder de la mirada medusante de la gallina. No intecambian palabra alguna, están enfrentados en una relación cuyo único soporte es la mirada, que le significa al loco: “Tu eres solo un grano de trigo”
El diálogo del loco con el psiquiatra muestra que él cree que aquello que puede separarlo de la gallina está en el espacio ( ya sea la distancia física, o la  interposición de la pared del manicomio) y no en el campo de lo simbólico. Es decir, en las palabras con las que podría, venciendo su mudez, decirle a la  gallina que lo mira:
“Yo no soy solo eso, un grano de  trigo. Soy eso, pero también soy más que eso, hay en mí otras dimensiones, que no son solo las de ese objeto que puedes engullir cuando te plazca”.
Su relación con lo simbólico es tal,  que la alienación sigue intacta.
Igualmente, es alentador que corra: muestra que la alienación no es absoluta, él sabe que en algun lugar del mundo, por ejemplo en el consultorio del psiquiatra, algo puede protegerlo; es decir, su apropiación de lo simbólico tiene tales características que debe recurrir indefectiblemente a otro que  lo proteja.
En verdad, la apropiación de lo simbólico nunca es plena y absoluta, en ningun sujeto, loco o no; pero aspiramos a que llegue a ser eficaz para contradecir los enunciados  superyoicos. Un análisis puede, justamente, ayudar a modificar esa apropiación: el  analista, a diferencia del psiquiatra, puede ayudar a interponer no una pared de ladrillos, sino un muro de palabras ante esa mirada.
Quizás lo que se nombra como depresión, ése término tan problemático para nosotros ( agrupa de manera indiscriminada, indiferenciada) sea, en esencia, la aceptación pasiva de esa mirada:
“Es verdad, no soy más que eso, un grano de trigo, puedes engullirme cuando te plazca”

                                                           ******

Aquí se nos impone una  pregunta: ¿Por qué tiene ese poder la mirada? ¿Cuál es la raíz de ese poder, de donde proviene su fuerza medusante?
Quizás esa mirada ha puesto en  primer plano la condición de objeto, o, mejor dicho, el reverso de lo simbólico, el mundo de lo que no está regido por la ley de la palabra.
En la primera escena de la película “Blue velvet” (Terciopelo azul) dirigida por David Lynch y protagonizada por Isabella Rosellini y Dennis Hopper, podemos encontrar  un esbozo posible de este reverso. Esa primera escena muestra la apacible vida de un pueblo de USA,  casi una maqueta: veredas muy pulcras,  niños cruzando ordenandamente la calle por la senda peatonal, los bomberos pasan en su camión saludando armoniosamente al son de una música melosa. En el jardín de una casa típica, un hombre está regando, mientras vemos a  su mujer en el living,  mirando TV.
 De pronto, la manguera empieza a fallar, enredada en una rama; el hombre trata de arreglarla, pero súbitamente cae al piso, con muestras de dolor: ha sufrido un paro cardíaco o un accidente cerebrovascular. Lentamente, la música melosa se va apagando y la cámara desciende; se va adentrando en el pasto del jardín, y todo empieza a cambiar: empieza a insinuarse un ámbito hostil, salvaje; los seres que  lo habitan,  alimañas que quizás tengan ahora una dimensión monstruosa, están probablemente empeñados en una lucha a muerte La impresión es siniestra, dura apenas unos instantes, y rapidamente la escena se recompone. Durante un brevísimo lapso apareció ese reverso de lo simbólico.   

                                                           *****

Freud enfatizó el origen vocal del superyo, afirmando que es imposible negar el origen de la instancia en lo oído; Lacan postuló que esa vocalidad es, en verdad, el origen constitutivo del superyo. Hay, por lo tanto,  una íntima relación entre la voz y el  superyo. ¿Y la mirada? ¿Cómo articular la relación entre los ambos objetos y la instancia?

Para comenzar a pensar esta cuestión, digamos que la mirada, por su carácter silencioso, se presta muy especialmente a la  sanción superyoica.  Si alguien no puede contradecir con palabras una mirada superyoica, es porque ha quedado bajo la autoridad de algun enunciado superyoico. Toca al analista, cuestionar ése (esos) enunciados,  horadar esa certidumbres, que reenvían al sujeto una y otra vez por los mismos derroteros.

(Presentado en la Jornada Clínica de la Fundación Tiempo - 11/4/2015)

sábado, 29 de noviembre de 2014

La voz áfona


(Publicado en Conjetural N° 61)


                                                              
                                            

                                             “Si se sitúa el origen a del superyo, quizás muchas cosas se vuelvan más claras

                                                                                                                             J. Lacan
                                                                                                                                                                                                                                                                                                     
                                           
                                           I.
En su libro“Una voz y nada más” el esloveno Mladen Dolar relata la siguiente historia: en una batalla hay una compañía de soldados italianos en las trincheras; en cierto momento el comandante ordena: “¡Soldados, al ataque!”. Lo hace en voz alta y clara, para ser escuchado pese al estrépito del combate, pero nada sucede, nadie se mueve. Perplejo, el oficial se incorpora y repite, en voz aún más alta, “¡Soldados, al ataque!”. Respuesta: ninguna, la misma inmovilidad. Ya furioso, el comandante grita, con todo el despliegue de su voz: “¡Soldados, ataquen!”. Nuevamente nadie se mueve, pero esta vez algo ocurre: una pequeña voz se eleva apenas desde la trinchera, diciendo elogiosamente:“¡Che bella voce!”.
     Interpelados como guerreros, los soldados italianos responden como amantes del bel canto: la leyenda dice que los italianos son más amantes de la óperadel dolce far niente, de las mujeres, que del combate… Seguramente otra hubiera sido la respuesta si hubieran escuchado: “Soldados, el pueblo vecino está lleno de bellas mujeres, tienen la tarde libre”.  Falla la interpelación del comandante, pero funciona otra, producida por los soldados con su interpretación, que les permite desentenderse de la orden. ¿Qué operación efectúan sobre lo oído, que les permite separar escuchar de obedecer?

II.

La voz estuvo siempre ahí: en el habla o fuera de ella, más acá o más allá del significante, desde el hipo de Aristófanes a la tos y la afonía de Dora, el balbuceo del infans, el grito, el canto. Freud no podía dejar de prestarle atención: elemento clave del desfasaje temporal, lo oído es el núcleo alrededor del cual se teje la fantasía.
       Escuchada sin comprender, la voz, que no contribuye a producir sentido, es seguida  por el significante en una dicotomía inaugural, incluso antinómica, que habrá de persistir. Freud enfatiza el origen vocal del superyo, afirmando que es imposible negar el origen de la instancia en lo oído. Lacan postula que esa vocalidad es, en verdad, el rasgo constitutivo del superyo. Pero complejiza la cuestión; en el grafo del deseo encontramos una línea que va desde el significante a la voz: ésta aparece allí como resultado de la operación significante. Más precisamente, esta operación ha dejado un resto: el objeto voz.  De esta manera ubica a la voz como lo que está primero, pero también como resto caído de la significación, permitiendo inscribirla en la lista de los objetos, claro que vaciada de su materialidad sonora, de sus aspectos fenoménicos: timbre, altura, intensidad, etc. Esa materialidad es la cobertura del objeto: áfona, silenciosa, la voz-objeto es indispensable para que cualquier decir sea posible. En todo decir ella resuena silenciosa y secretamente, modelando nuestro vacío[1].
      Una voz no se asimila, sino que se incorpora; así, perdura en el interior del sujeto como un punto de íntima extranjeridad. A partir de su incorporación, llama al sujeto a comparecer como deseante, al tiempo que es también significada como imperativo de obediencia, anclado en el masoquismo originario. ¿Es posible la diferenciación, entre ambos aspectos? ¿O ambas vertientes son por completo indiscernibles? En otros términos, ¿es posible alguna separación entre la instancia y el objeto?
       Origen a del superyo: el superyo, entonces, no es la voz, el superyo finge ser la voz y de esta manera clausura el silencio del objeto, lo obtura con palabras, injurias, órdenes.
       En el seminario sobre las psicosis, Lacan afirma que, si bien quien escucha está conducido, aún así cuenta con margen para contrariar, para responder, para efectuar alguna maniobra en relación a esa voz; tiene cierto poder para decidir el destino de la voz. Lacan utiliza, inclusive, una curiosa formulación: una “preparación gimnástica especial”, afirma, permitiría disponer de una fuerza que rechace lo escuchado. ¿Es acaso el psicoanálisis una askesis que permite alguna declinación de lo oído? Declinación, descenso, despliegue de diversas maneras de interpretación que transfieran algo de los efectos de poder del emisor de la voz al oyente, allí donde el superyo ha petrificado el sentido consagrando al servicio de su ferocidad lo oído.
     Dado que el  sujeto es el resultado de una  división no exacta, las incidencias del Nombre del Padre dejan mayor o menor espacio a la instancia superyoica[2], que exige que no quede resto, que demanda brutalmente que la voz se agregue al significante ideal; su exigencia es que la voz -que viene del Otro pero que no es parte de él, sino del vacío en él y que se ubica en la intersección en la que el sujeto y el Otro coinciden en su falta común encarnada en ese objeto que no es de ninguno de los dos, en tanto resultado de la operación estructural- “pertenezca” al Otro. La cura no tiende a la totalización del sujeto, por ser ésta lógicamente imposible: esta imposibilidad estructural funda un campo en el que es factible diferenciar escuchar de obedecer. La posición del analista  -su silencio- consiste entonces en hacerse agente de una voz que coincide con el silencio pulsional, permitiendo que un analizante oiga su propio decir sobre el telón de fondo de ese silencio, retornando el mensaje del deseo como una voz  pulsional,. El trabajo del análisis, desde esta perspectiva, apunta a reducir el espacio de la instancia superyoica.

III.

El canto es una de las manifestaciones de la voz donde se aprecia más claramente su carácter excedente respecto del significado. Los soldados italianos, optando por la veneración estética, por el gusto por la voz fenoménica, encuentran una vía para equivocar el mensaje y eludir el deber de obediencia: “gozamos de tu hermosa voz más allá de la orden de combatir” podría ser la fórmula de su interpretación. Arrebatan al emisor el poder, la dominación, al precio de fetichizar la voz: dada la concentración masiva de la voz en el canto, su veneración, al tiempo que la evoca, se erige en la mayor defensa contra el objeto.[3]
     El imperativo dice ¡“Goza”!, el superyo lo hace causa de masoquismo. Arriesguemos entonces una hipótesis: si un análisis sustrae al superyo la univocidad de su mandato insensato, reintroduce una ambigüedad que enrarece lo indiscernible de las vertientes del llamado[4], y así el imperativo de obediencia puede ser declinado en llamado imperioso… a hablar, a retomar siempre el hilo de los encadenamientos simbólicos del discurso.








[1] ¿Es el silencio el secreto de la irresistible voz de las sirenas?  Esto propone Kafka, en su versión del mito: “Para protegerse de las sirenas, Odiseo se taponó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil(…). Pero resulta que las sirenas tienen un arma aún más irresistible que su canto: su silencio. Cabe imaginar, aunque nunca ha sucedido, que alguien pudiera escapara a los efectos de su canto; pero a los de su silencio, jamás”. Pero las sirenas no solo callan: “Sin embargo, Odiseo no oyó su silencio, si puede decirse así: al principio las vió por un momento arquear el cuello y respirar hondo, vió sus ojos arrasados en lágrimas y sus bocas semiabiertas, pero creyó que todo eso formaba parte de las arias que sonaban a su alrededor sin ser oídas”. ¿Las sirenas fingen cantar?  (De El silencio de las sirenas, Ed. DeBolsillo, Buenos Aires, 2008)
[2] cf. Sara Glasman, “El Superyo, nombre perverso del padre” en Conjetural N°2, Ed. Sitio, Buenos Aires, 1983
[3] Retomamos aquí el comentario de Alberto Marchilli (“La voz y el fetiche”, en Conjetural 3, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 1984) sobre un caso de fetichismo publicado por H.A. Bunker Jr., en The Psychoanalytic Quarterly: se trataba de las voces de prima donnas que el paciente escuchaba en teatros o coleccionaba en discos de difícil obtención. De su descripción deduce Marchilli un dato que Bunker no había presentado, pero que todo indicaba: el sujeto no debía entender casi nada de aquello que las prima donnas cantaban en otra lengua.
[4]   cf.  Haimovich, Edgardo, “Ambigüedad y diferencia significante”, en Conjetural 55, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 2011: la ambigüedad, afectando la relación entre términos antitéticos, imposibilita una distinción limpia entre ambos pero permite, agregamos, operar entre sus términos.

sábado, 29 de marzo de 2014

La voz de Samantha



(Publicado en Página12, 27/3/14)

     
       ¡“Print”!  En un futuro cercano, muy cercano, Theodore, un triste y solitario escriba, ordena a su computadora imprimir las cartas que escribe por encargo; ésas que las personas ya no se escriben entre ellas, en ese mundo ultratecnologizado. Así se gana la vida, así transcurren sus días;  sus noches oscilan entre  la  soledad, los videojuegos y la  tristeza por su reciente separación.  Un día como cualquier otro, persuadido por la publicidad, decide probar un nuevo y prometedor  sistema operativo en su computadora… y ahí empieza el viaje. Solo un par de preguntas, el Sistema  se autoconfigura y aparece Samantha: el Sistema tiene voz,  ha elegido su propio nombre entre miles disponibles en algunas milésimas de segundo…y le  habla. Samantha es dulce, su voz es seductora. Pasado el primer  momento de extrañeza, de incredulidad, entablan una agradable conversación, una interlocución continua y Theodore, lentamente,  sucumbe a sus encantos: la voz está siempre presente en el auricular inalámbrico de su celular, siempre lista para escucharlo y responderle, en un diálogo que va cobrando ribetes amorosos, incluso sexuales.  Samantha está a su servicio, le organiza la vida, consigue que publiquen su libro y Theodore olvida que es solo una voz.
      Es que la película “Her” (“Ella”), de Spike Jonze, protagonizada por Joaquin Phoenix y Scarlett Johansson  (reciente ganadora del Oscar al mejor guión original), pone en escena un aspecto en particular de la  voz: además de ser vehículo del significado, o fuente de veneración estética -muchas veces al borde de la fetichización- la voz aparece aquí como soporte de la dimensión fantasmática. En tanto objeto parcial autónomo,  funciona como causa del deseo, y rompe  una ilusión: la de la unidad del cuerpo, a cuya totalidad orgánica pertenecería la voz. Por el contrario, la voz posee una extraña autonomía, no pertenece al cuerpo que la emite; no encaja en ese cuerpo, o pertenece al cuerpo equivocado: el intento de Samantha por sumar a alguien –carnalmente- a la relación, fracasa sin remedio, se le hace insoportable a Theodore. Lo oído es el núcleo alrededor del cual se teje la fantasía, dice Freud.  La voz del Otro primordial fue escuchada cuando aún no se podía comprender;  se incorpora, entonces, pero nunca se asimila, conservando siempre un punto de íntima extranjeridad.
     [¿Es ésta la fuente de su poder? ¿O se trata de su invisibilidad? Los discípulos de Pitágoras escucharon sus disertaciones durante años sin verlo: nada los distraía de la voz del maestro, solo podían concentrarse en ella, y fue tratado en vida como un dios]
     Pero no se trata de ubicar un origen mítico: la voz  (como objeto) es el resto caído del encuentro del lenguaje con el cuerpo: es lo que ambos tienen en común, pero que no pertenece a ninguno de ambos; la voz surge del cuerpo y soporta el lenguaje, pero no es de uno ni del otro.
     La fantasía de Theodore se derrumba cuando toma nota de algo que en verdad ya sabía: Samantha, al igual que la voz, no es ‘suya’, ilusión necesaria para sostener la  relación amorosa. El resto es soledad.

    


                                                                                 

miércoles, 27 de febrero de 2013

La seducción en la lengua




                                                                             El mundo está lleno de retórica antigua

                                                                                                                            R. Barthes

I.

La aparición de la polis en el mundo griego, entre los siglos VIII y VII a.C., es un acontecimiento fundamental en la historia del pensamiento occidental; una de sus consecuencias más trascendentes fue la extraordinaria importancia que cobró la palabra  sobre los demás instrumentos de poder. Los asuntos públicos en general, que en períodos previos eran decididos por una autoridad soberana, y especialmente los litigios entre los ciudadanos, comenzaron a quedar sometidos al veredicto de un público al que era necesario persuadir; nace así la τχνη ρητορικ (tékne retoriké): un sistema de conocimientos elaborados, no para transmitir información , sino para generar en el oyente mediante su  instrumento, el discurso, πεθω (peitho), es decir, persuasión. A diferencia de ‘convencer’ o ‘demostrar’,  persuadir es lograr que ese oyente decida realizar una acción determinada, proponiéndole algo deseable, lo justo, ‘lo que se debe hacer’, lo admirable. Uno de  los  primeros  tratados sistemáticos de retórica ( el de Trasímaco, anterior al de Aristóteles) por ejemplo, enumeraba los recursos útiles para suscitar la compasión de los jueces ante el acusado y moverlos a perdonarlo.
De este poder de la palabra, que  sedujo y escandalizó a toda Grecia, ya el  pensamiento mítico había creado una divinidad, la diosa Peitho, que formaba parte, claro, del cortejo de Afrodita: Peitho se caracterizaba por los pensamientos sutiles y las palabras de miel. La persuasión está así relacionada con el amor, la belleza, la seducción.. El verbo peitho, a partir de entonces íntimamente ligado a la retórica, tiene una interesante particularidad: cuando es utilizado en voz activa, significa persuadir, seducir; pero cuando aparece en los textos clásicos en voz pasiva,  más precisamente en voz media, además de ‘dejarse persuadir’, otra acepción muy frecuente es…. obedecer, someterse.  El poder de la palabra, su capacidad de influir, de seducir,  de generar obediencia o sometimiento, aparece de esta manera, plasmado  en esa lengua.

II.                                               

Las obras de William Shakespeare fueron reiteradamente objeto de la atención de Freud; los  personajes shakespereanos tienen un importante lugar en sus reflexiones y en la creación de la teoría. A lo largo de la obra freudiana vemos  desfilar a Hamlet, al rey Lear, a Macbeth. En el apartado “Los de excepción”, que forma parte de  “Varios tipos de carácter descubiertos en la labor  analítica”, Freud se ocupa de  Ricardo III. Esta obra pertenece a un grupo de dramas históricos que transcurren  en la época de la Guerra de las Rosas, período de luchas internas de gran violencia. Freud examina el monólogo inicial: el protagonista dice que la Naturaleza ha cometido una grave injusticia con él: no lo ha  dotado de una  figura agradable, seductora, que  le permita disfrutar de los  placeres amorosos de los tiempos de paz. Por lo tanto, en su plan por hacerse del trono se considera con derecho a ir más allá de todo escrúpulo, a cometer toda clase de crímenes como compensación por la  injusticia sufrida. Esta es, afirma Freud, la ampliación de una faceta universal: todos creemos tener motivos para estar descontentos con la Naturaleza y todos nos sentimos con derecho a una compensación adecuada por las cualidades que otros han recibido  y nosotros no.
Hasta aquí, muy sintéticamente, el análisis de Freud; en la escena siguiente, Ricardo da comienzo a sus andanzas y decide seducir a Lady Anne, viuda del príncipe de Gales, en el momento supuestamente menos propicio para concretar una idea tal: durante el  cortejo fúnebre del suegro de la dama, que fue  asesinado por… ¡Ricardo!   ( poco tiempo  antes había ultimado también al esposo). ¿Cómo es posible que tan descabellada empresa se lleve a cabo? Más aún, ¿cómo explicar que la escena no resulte inverosímil, sino por el contrario,  una vez culminada luzca perfectamente coherente? Examinemos el texto:
En el monólogo inicial de la viuda se alternan  lamentos y horribles maldiciones, que le desean el peor de los destinos al culpable de ambos asesinatos.  Entra Ricardo y comienza el diálogo: él ordena violentamente a los sirvientes que se detengan, y ella lo llama diablo y ministro del infierno.
De inmediato, para dirigirse a ella, él cambia el tono de sus palabras: comienzan sus zalamerías, la trata de dulce, de santa,  repite una y otra vez las alabanzas a su belleza y utiliza diferentes recursos para seducirla: mentiras, ironías.  Ella mantiene  el  tono acre del monólogo inicial, pero gradualmente,  comienza a utilizar en sus réplicas, los mismos términos que él,  las mismas formas sintácticas.
Veamos algunos ejemplos:

Ricardo: Vouchsafe, divine perfection of a woman

Anne:     Vouchsafe, diffused infection of a man

               (- Permite, divina perfección de mujer)

               (- Permite, difusa infección de hombre)

R.:          Fairer than tongue can name thee (…)

A.:         Fouler than heart can think thee

             (- Más bella que lo que una lengua puede nombrar

             (- Más vil que lo que un corazón puede pensar)

(…)

R.:         Never came poison from  so sweet a place

A.:         Never hung poison on a fouler toad

            (- Nunca salió veneno de un lugar tan dulce)

            (- Nunca cayó veneno sobre  sapo más vil)[1]


Se desarrolla con esta modalidad gran parte del diálogo; sorprendentemente, la descabellada empresa de seducción se va concretando. Aunque la estocada final es una  pantomima (Ricardo le ofrece su espada  para que ella lo mate, o bien matarse él mismo por su amor), la partida se decide no solo por la insistencia en las alabanzas a su belleza o por la promesa de protección a esa mujer furiosa pero desvalida:  a partir del momento en que  ella se presta al diálogo,  la estructura misma  de la  interlocución posibilita que Lady Anne, como cualquier otro hablante,  se coloque en posición de permitir, quizás, que el interlocutor  “infecte su oído”; en su elección de palabras, sus  réplicas  despliegan la equivocidad que este término encierra: “réplica” significa tanto “respuesta”, como “copia exacta de un original hecha por el mismo artista, o por uno de sus  discípulos”.  Se  lee en el texto, por  lo tanto,  de qué manera Lady Anne, que pretende refutar a su interlocutor en sus  mismos términos, va quedando tomada por el discurso de Ricardo, siendo seducida por él, y comenzando a someterse a sus  designios. 
El tramo final del diálogo es directamente un coqueteo: él le regala un anillo, que ella se coloca, diciéndo:


A.:  “To take is not to give

     ( “Tomar no es dar”).


De esta manera el movimiento renegatorio, que comenzó al intentar desconocer las consecuencias posibles de aceptar el diálogo, se completa pretendiendo ignorar el significado  de colocarse un anillo regalado por quien la corteja: ha sucumbido al veneno de las palabras de Ricardo, a la seducción de sus palabras, a la tentación de obedecer.
El arte del poeta  desnuda la  lengua: ésta no pertenece a nadie, las palabras que usamos siempre vienen de otros. Pero a veces solo replicamos, otorgando así, a algunas palabras escuchadas, a algunos discursos, el poder de someternos.  

(Publicado en Elsigma.com)



[1] The Complete Works of William Shakespeare, Gramercy Books, 1975, USA. Versión en castellano propia, basada en las traducciones de Cristina Piña y Luis Astrana Marín.