Daniel Braun
Psicoanalista
lunes, 30 de noviembre de 2015
domingo, 28 de junio de 2015
El superyo, la voz y la mirada
Un psicoanalista francés, Alain Didier-Weill, que asistió al seminario
de Lacan y fue incluso convocado por éste a exponer allí mismo, cuenta en su
libro “Los tres tiempos de la ley” la siguiente historia: un loco, que creía
que era un grano de trigo, es dado de alta por el psiquiatra que lo atendió
durante su internación. Aparentemente, está curado.
Poco después de salir, encuentra una gallina; aterrorizado, vuelve
corriendo y le pide al psiquiatra que lo interne nuevamente. El médico,
asombrado, le dice:
“- No entiendo, usted hace 5 minutos estaba curado, sabía que no es un
grano de trigo…”
El loco responde:
“- Si, yo lo sé, pero ella, ¿lo sabe?”
******
Esta historia nos puede ser útil para una reflexión sobre el superyo. Según la
postulación freudiana, éste se caracteriza por saber todo acerca del sujeto. En
esta breve historia, podríamos decir que la gallina encarna al superyo, dado
que porta, según el loco, un saber sobre su ser. Pese a su pregunta final, en
verdad él no duda; su huida da cuenta de su verdadera certeza: la gallina sabe
que él, de alguna manera, sigue siendo un grano de trigo.
(Puntualicemos que la temática del superyo, excede, atraviesa la
diferencia entre neurosis y psicosis, por lo que creemos que nuestra reflexión
puede ser también útil para el análisis de neuróticos).
Si intentamos formular en una frase la cuestión, podríamos cifrarla así:
“No eres más que un grano de trigo, te conozco muy bien y no puedes ocultarme
tu verdadera naturaleza”, enunciado
claramente superyoico.
La vida de muchos sujetos está frecuentemente guiada por la
imposibilidad de contradecir enunciados superyoicos de estas
características; son aquellos que le dicen, por ejemplo, que es un inútil, un
impostor, un bueno para nada, un pobre tipo…
Es decir, una cantidad de enunciados obviamente infinita, que tienen en
común darse a conocer como un saber
absoluto sobre el “ser” del sujeto.
No es infrecuente que en el transcurso de las sesiones, el superyo
aparezca encarnado en alguna, o algunas de
las personas que rodean al analizante.
Sus palabras, entonces, son escuchadas como acusación casi judicial, de
la que es preciso defenderse, o como palabra sagrada, a la que es ineludible
obedecer. Otras veces el analizante queda mudo frente a esos enunciados, o los
repite, tomandolos como propios, sin poder contradecirlos.
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Sabemos que hay una íntima
relación entre la voz (el objeto voz) y el superyo, a punto tal que Lacan a
veces toma a uno por otro; en esta
historia del loco y la gallina podemos también comenzar a ubicar la relación de
la mirada con el superyo y la voz.
La mirada de la gallina puede calificarse aquí como medusante ( la
Medusa era un monstruo mitológico, de mirada penetrante, capaz de convertir en
piedra a quien la sufra).
El efecto medusante no sería aquí la inmovilidad sino la mudez que afecta al loco cuando ve a la
gallina, o mejor dicho, cuando se cree
observado por ella; esa mudez, en nuestros analizantes, que no son mudos, que
hablan, puede ser considerada también metáfora de la imposibilidad de
contradecir esa mirada, de producir una voz autónoma, deseante, entre la maraña
de enunciados superyoicos que lo habitan.
El silencio del loco ante la
gallina, su huida, da cuenta de que , aunque corra, no se ha separado de
la gallina. Mejor dicho: corre porque
no se ha separado de la gallina. Es decir, está alienado: corre, pero su fuga
no es separación: aunque corra y se aleje, no deja de estar bajo el poder de la mirada medusante
de la gallina. No intecambian palabra alguna, están enfrentados en una relación
cuyo único soporte es la mirada, que le significa al loco: “Tu eres solo un
grano de trigo”
El diálogo del loco con el psiquiatra muestra que él cree que aquello
que puede separarlo de la gallina está en el espacio ( ya sea la distancia
física, o la interposición de la pared
del manicomio) y no en el campo de lo simbólico. Es decir, en las palabras con
las que podría, venciendo su mudez, decirle a la gallina que lo mira:
“Yo no soy solo eso, un grano de
trigo. Soy eso, pero también soy más que eso, hay en mí otras
dimensiones, que no son solo las de ese objeto que puedes engullir cuando te
plazca”.
Su relación con lo simbólico es tal, que la alienación sigue intacta.
Igualmente, es alentador que corra: muestra que la alienación no es
absoluta, él sabe que en algun lugar del mundo, por ejemplo en el consultorio del
psiquiatra, algo puede protegerlo; es decir, su apropiación de lo simbólico
tiene tales características que debe recurrir indefectiblemente a otro que lo proteja.
En verdad, la apropiación de lo simbólico nunca es plena y absoluta, en
ningun sujeto, loco o no; pero aspiramos a que llegue a ser eficaz para
contradecir los enunciados superyoicos.
Un análisis puede, justamente, ayudar a modificar esa apropiación: el analista, a diferencia del psiquiatra, puede
ayudar a interponer no una pared de ladrillos, sino un muro de palabras ante
esa mirada.
Quizás lo que se nombra como depresión, ése término tan problemático
para nosotros ( agrupa de manera indiscriminada, indiferenciada) sea, en
esencia, la aceptación pasiva de esa mirada:
“Es verdad, no soy más que eso, un grano de trigo, puedes engullirme
cuando te plazca”
******
Aquí se nos impone una pregunta:
¿Por qué tiene ese poder la mirada? ¿Cuál es la raíz de ese poder, de donde
proviene su fuerza medusante?
Quizás esa mirada ha puesto en primer plano la condición de objeto, o, mejor
dicho, el reverso de lo simbólico, el mundo de lo que no está regido por la ley
de la palabra.
En la primera escena de la película “Blue velvet” (Terciopelo azul)
dirigida por David Lynch y protagonizada por Isabella Rosellini y Dennis
Hopper, podemos encontrar un esbozo
posible de este reverso. Esa primera escena muestra la apacible vida de un
pueblo de USA, casi una maqueta: veredas
muy pulcras, niños cruzando
ordenandamente la calle por la senda peatonal, los bomberos pasan en su camión
saludando armoniosamente al son de una música melosa. En el jardín de una casa
típica, un hombre está regando, mientras vemos a su mujer en el living, mirando TV.
De pronto, la manguera empieza a
fallar, enredada en una rama; el hombre trata de arreglarla, pero súbitamente
cae al piso, con muestras de dolor: ha sufrido un paro cardíaco o un accidente
cerebrovascular. Lentamente, la música melosa se va apagando y la cámara
desciende; se va adentrando en el pasto del jardín, y todo empieza a cambiar:
empieza a insinuarse un ámbito hostil, salvaje; los seres que lo habitan, alimañas que quizás tengan ahora una dimensión
monstruosa, están probablemente empeñados en una lucha a muerte La impresión es
siniestra, dura apenas unos instantes, y rapidamente la escena se recompone.
Durante un brevísimo lapso apareció ese reverso de lo simbólico.
*****
Freud enfatizó el origen vocal del superyo, afirmando que es imposible
negar el origen de la instancia en lo oído; Lacan postuló que esa vocalidad es,
en verdad, el origen constitutivo del superyo. Hay, por lo tanto, una íntima relación entre la voz y el superyo. ¿Y la mirada? ¿Cómo articular la
relación entre los ambos objetos y la instancia?
Para comenzar a pensar esta cuestión, digamos que la mirada, por su
carácter silencioso, se presta muy especialmente a la sanción superyoica. Si alguien no puede contradecir con palabras
una mirada superyoica, es porque ha quedado bajo la autoridad de algun
enunciado superyoico. Toca al analista, cuestionar ése (esos) enunciados, horadar esa certidumbres, que reenvían al
sujeto una y otra vez por los mismos derroteros.
(Presentado en la Jornada Clínica de la Fundación Tiempo - 11/4/2015)
jueves, 12 de marzo de 2015
sábado, 29 de noviembre de 2014
La voz áfona
(Publicado en Conjetural N° 61)
“Si se sitúa el origen a del superyo, quizás muchas cosas se vuelvan más claras”
J. Lacan
I.
En su libro“Una voz y nada más” el esloveno Mladen Dolar relata la siguiente historia: en una batalla hay una compañía de soldados italianos en las trincheras; en cierto momento el comandante ordena: “¡Soldados, al ataque!”. Lo hace en voz alta y clara, para ser escuchado pese al estrépito del combate, pero nada sucede, nadie se mueve. Perplejo, el oficial se incorpora y repite, en voz aún más alta, “¡Soldados, al ataque!”. Respuesta: ninguna, la misma inmovilidad. Ya furioso, el comandante grita, con todo el despliegue de su voz: “¡Soldados, ataquen!”. Nuevamente nadie se mueve, pero esta vez algo ocurre: una pequeña voz se eleva apenas desde la trinchera, diciendo elogiosamente:“¡Che bella voce!”.
Interpelados como guerreros, los soldados italianos responden como amantes del bel canto: la leyenda dice que los italianos son más amantes de la ópera, del dolce far niente, de las mujeres, que del combate… Seguramente otra hubiera sido la respuesta si hubieran escuchado: “Soldados, el pueblo vecino está lleno de bellas mujeres, tienen la tarde libre”. Falla la interpelación del comandante, pero funciona otra, producida por los soldados con su interpretación, que les permite desentenderse de la orden. ¿Qué operación efectúan sobre lo oído, que les permite separar escuchar de obedecer?
II.
La voz estuvo siempre ahí: en el habla o fuera de ella, más acá o más allá del significante, desde el hipo de Aristófanes a la tos y la afonía de Dora, el balbuceo del infans, el grito, el canto. Freud no podía dejar de prestarle atención: elemento clave del desfasaje temporal, lo oído es el núcleo alrededor del cual se teje la fantasía.
Escuchada sin comprender, la voz, que no contribuye a producir sentido, es seguida por el significante en una dicotomía inaugural, incluso antinómica, que habrá de persistir. Freud enfatiza el origen vocal del superyo, afirmando que es imposible negar el origen de la instancia en lo oído. Lacan postula que esa vocalidad es, en verdad, el rasgo constitutivo del superyo. Pero complejiza la cuestión; en el grafo del deseo encontramos una línea que va desde el significante a la voz: ésta aparece allí como resultado de la operación significante. Más precisamente, esta operación ha dejado un resto: el objeto voz. De esta manera ubica a la voz como lo que está primero, pero también como resto caído de la significación, permitiendo inscribirla en la lista de los objetos, claro que vaciada de su materialidad sonora, de sus aspectos fenoménicos: timbre, altura, intensidad, etc. Esa materialidad es la cobertura del objeto: áfona, silenciosa, la voz-objeto es indispensable para que cualquier decir sea posible. En todo decir ella resuena silenciosa y secretamente, modelando nuestro vacío[1].
Una voz no se asimila, sino que se incorpora; así, perdura en el interior del sujeto como un punto de íntima extranjeridad. A partir de su incorporación, llama al sujeto a comparecer como deseante, al tiempo que es también significada como imperativo de obediencia, anclado en el masoquismo originario. ¿Es posible la diferenciación, entre ambos aspectos? ¿O ambas vertientes son por completo indiscernibles? En otros términos, ¿es posible alguna separación entre la instancia y el objeto?
Origen a del superyo: el superyo, entonces, no es la voz, el superyo finge ser la voz y de esta manera clausura el silencio del objeto, lo obtura con palabras, injurias, órdenes.
En el seminario sobre las psicosis, Lacan afirma que, si bien quien escucha está conducido, aún así cuenta con margen para contrariar, para responder, para efectuar alguna maniobra en relación a esa voz; tiene cierto poder para decidir el destino de la voz. Lacan utiliza, inclusive, una curiosa formulación: una “preparación gimnástica especial”, afirma, permitiría disponer de una fuerza que rechace lo escuchado. ¿Es acaso el psicoanálisis una askesis que permite alguna declinación de lo oído? Declinación, descenso, despliegue de diversas maneras de interpretación que transfieran algo de los efectos de poder del emisor de la voz al oyente, allí donde el superyo ha petrificado el sentido consagrando al servicio de su ferocidad lo oído.
Dado que el sujeto es el resultado de una división no exacta, las incidencias del Nombre del Padre dejan mayor o menor espacio a la instancia superyoica[2], que exige que no quede resto, que demanda brutalmente que la voz se agregue al significante ideal; su exigencia es que la voz -que viene del Otro pero que no es parte de él, sino del vacío en él y que se ubica en la intersección en la que el sujeto y el Otro coinciden en su falta común encarnada en ese objeto que no es de ninguno de los dos, en tanto resultado de la operación estructural- “pertenezca” al Otro. La cura no tiende a la totalización del sujeto, por ser ésta lógicamente imposible: esta imposibilidad estructural funda un campo en el que es factible diferenciar escuchar de obedecer. La posición del analista -su silencio- consiste entonces en hacerse agente de una voz que coincide con el silencio pulsional, permitiendo que un analizante oiga su propio decir sobre el telón de fondo de ese silencio, retornando el mensaje del deseo como una voz pulsional,. El trabajo del análisis, desde esta perspectiva, apunta a reducir el espacio de la instancia superyoica.
III.
El canto es una de las manifestaciones de la voz donde se aprecia más claramente su carácter excedente respecto del significado. Los soldados italianos, optando por la veneración estética, por el gusto por la voz fenoménica, encuentran una vía para equivocar el mensaje y eludir el deber de obediencia: “gozamos de tu hermosa voz más allá de la orden de combatir” podría ser la fórmula de su interpretación. Arrebatan al emisor el poder, la dominación, al precio de fetichizar la voz: dada la concentración masiva de la voz en el canto, su veneración, al tiempo que la evoca, se erige en la mayor defensa contra el objeto.[3]
El imperativo dice ¡“Goza”!, el superyo lo hace causa de masoquismo. Arriesguemos entonces una hipótesis: si un análisis sustrae al superyo la univocidad de su mandato insensato, reintroduce una ambigüedad que enrarece lo indiscernible de las vertientes del llamado[4], y así el imperativo de obediencia puede ser declinado en llamado imperioso… a hablar, a retomar siempre el hilo de los encadenamientos simbólicos del discurso.
[1] ¿Es el silencio el secreto de la irresistible voz de las sirenas? Esto propone Kafka, en su versión del mito: “Para protegerse de las sirenas, Odiseo se taponó los oídos con cera y se hizo encadenar al mástil(…). Pero resulta que las sirenas tienen un arma aún más irresistible que su canto: su silencio. Cabe imaginar, aunque nunca ha sucedido, que alguien pudiera escapara a los efectos de su canto; pero a los de su silencio, jamás”. Pero las sirenas no solo callan: “Sin embargo, Odiseo no oyó su silencio, si puede decirse así: al principio las vió por un momento arquear el cuello y respirar hondo, vió sus ojos arrasados en lágrimas y sus bocas semiabiertas, pero creyó que todo eso formaba parte de las arias que sonaban a su alrededor sin ser oídas”. ¿Las sirenas fingen cantar? (De El silencio de las sirenas, Ed. DeBolsillo, Buenos Aires, 2008)
[2] cf. Sara Glasman, “El Superyo, nombre perverso del padre” en Conjetural N°2, Ed. Sitio, Buenos Aires, 1983
[3] Retomamos aquí el comentario de Alberto Marchilli (“La voz y el fetiche”, en Conjetural 3, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 1984) sobre un caso de fetichismo publicado por H.A. Bunker Jr., en The Psychoanalytic Quarterly: se trataba de las voces de prima donnas que el paciente escuchaba en teatros o coleccionaba en discos de difícil obtención. De su descripción deduce Marchilli un dato que Bunker no había presentado, pero que todo indicaba: el sujeto no debía entender casi nada de aquello que las prima donnas cantaban en otra lengua.
[4] cf. Haimovich, Edgardo, “Ambigüedad y diferencia significante”, en Conjetural 55, Ediciones Sitio, Buenos Aires, 2011: la ambigüedad, afectando la relación entre términos antitéticos, imposibilita una distinción limpia entre ambos pero permite, agregamos, operar entre sus términos.
martes, 18 de noviembre de 2014
sábado, 29 de marzo de 2014
La voz de Samantha
(Publicado en Página12, 27/3/14)
¡“Print”! En un futuro cercano, muy cercano, Theodore, un triste y solitario escriba, ordena a su computadora imprimir las cartas que escribe por encargo; ésas que las personas ya no se escriben entre ellas, en ese mundo ultratecnologizado. Así se gana la vida, así transcurren sus días; sus noches oscilan entre la soledad, los videojuegos y la tristeza por su reciente separación. Un día como cualquier otro, persuadido por la publicidad, decide probar un nuevo y prometedor sistema operativo en su computadora… y ahí empieza el viaje. Solo un par de preguntas, el Sistema se autoconfigura y aparece Samantha: el Sistema tiene voz, ha elegido su propio nombre entre miles disponibles en algunas milésimas de segundo…y le habla. Samantha es dulce, su voz es seductora. Pasado el primer momento de extrañeza, de incredulidad, entablan una agradable conversación, una interlocución continua y Theodore, lentamente, sucumbe a sus encantos: la voz está siempre presente en el auricular inalámbrico de su celular, siempre lista para escucharlo y responderle, en un diálogo que va cobrando ribetes amorosos, incluso sexuales. Samantha está a su servicio, le organiza la vida, consigue que publiquen su libro y Theodore olvida que es solo una voz.
[¿Es ésta la fuente de su poder? ¿O se trata de su invisibilidad? Los discípulos de Pitágoras escucharon sus disertaciones durante años sin verlo: nada los distraía de la voz del maestro, solo podían concentrarse en ella, y fue tratado en vida como un dios]
Pero no se trata de ubicar un origen mítico: la voz (como objeto) es el resto caído del encuentro del lenguaje con el cuerpo: es lo que ambos tienen en común, pero que no pertenece a ninguno de ambos; la voz surge del cuerpo y soporta el lenguaje, pero no es de uno ni del otro.
La fantasía de Theodore se derrumba cuando toma nota de algo que en verdad ya sabía: Samantha, al igual que la voz, no es ‘suya’, ilusión necesaria para sostener la relación amorosa. El resto es soledad.
miércoles, 27 de febrero de 2013
La seducción en la lengua
El mundo está lleno de retórica antigua
R. Barthes
I.
La
aparición de la polis en el mundo
griego, entre los siglos VIII y VII a.C., es un acontecimiento fundamental en
la historia del pensamiento occidental; una de sus consecuencias más
trascendentes fue la extraordinaria importancia que cobró la palabra sobre los demás instrumentos de poder. Los
asuntos públicos en general, que en períodos previos eran decididos por una
autoridad soberana, y especialmente los litigios entre los ciudadanos,
comenzaron a quedar sometidos al veredicto de un público al que era necesario
persuadir; nace así la τέχνη ρητορική (tékne retoriké): un sistema de conocimientos
elaborados, no para transmitir información , sino para generar en el oyente mediante
su instrumento, el discurso, πείθω (peitho), es decir, persuasión. A diferencia
de ‘convencer’ o ‘demostrar’, persuadir
es lograr que ese oyente decida realizar una acción determinada, proponiéndole
algo deseable, lo justo, ‘lo que se debe hacer’, lo admirable. Uno de los
primeros tratados sistemáticos de
retórica ( el de Trasímaco, anterior al de Aristóteles) por ejemplo, enumeraba
los recursos útiles para suscitar la compasión de los jueces ante el acusado y
moverlos a perdonarlo.
De este poder de la palabra, que sedujo y escandalizó a toda Grecia, ya
el pensamiento mítico había creado una
divinidad, la diosa Peitho, que formaba parte, claro, del cortejo de Afrodita:
Peitho se caracterizaba por los pensamientos sutiles y las palabras de miel. La
persuasión está así relacionada con el amor, la belleza, la seducción.. El
verbo peitho, a partir de entonces íntimamente
ligado a la retórica, tiene una interesante particularidad: cuando es utilizado
en voz activa, significa persuadir, seducir; pero cuando aparece en los textos
clásicos en voz pasiva, más precisamente en voz media, además de ‘dejarse persuadir’, otra acepción muy frecuente es…. obedecer, someterse. El poder de la palabra, su capacidad de
influir, de seducir, de generar
obediencia o sometimiento, aparece de esta manera, plasmado en esa lengua.Hasta aquí, muy sintéticamente, el análisis de Freud; en la escena siguiente, Ricardo da comienzo a sus andanzas y decide seducir a Lady Anne, viuda del príncipe de Gales, en el momento supuestamente menos propicio para concretar una idea tal: durante el cortejo fúnebre del suegro de la dama, que fue asesinado por… ¡Ricardo! ( poco tiempo antes había ultimado también al esposo). ¿Cómo es posible que tan descabellada empresa se lleve a cabo? Más aún, ¿cómo explicar que la escena no resulte inverosímil, sino por el contrario, una vez culminada luzca perfectamente coherente? Examinemos el texto:
En el monólogo inicial de la viuda se alternan lamentos y horribles maldiciones, que le desean el peor de los destinos al culpable de ambos asesinatos. Entra Ricardo y comienza el diálogo: él ordena violentamente a los sirvientes que se detengan, y ella lo llama diablo y ministro del infierno.
De inmediato, para dirigirse a ella, él cambia el tono de sus palabras: comienzan sus zalamerías, la trata de dulce, de santa, repite una y otra vez las alabanzas a su belleza y utiliza diferentes recursos para seducirla: mentiras, ironías. Ella mantiene el tono acre del monólogo inicial, pero gradualmente, comienza a utilizar en sus réplicas, los mismos términos que él, las mismas formas sintácticas.
Veamos algunos ejemplos:
Anne: Vouchsafe,
diffused infection of a man
(- Permite, divina
perfección de mujer)
(-
Permite, difusa infección de hombre)
R.: Fairer than tongue can name thee (…)
A.: Fouler than heart can think thee
(- Más bella que lo que una
lengua puede nombrar
(- Más
vil que lo que un corazón puede pensar)
(…)
R.: Never came poison from so sweet a place
A.: Never hung poison on a fouler toad
(- Nunca salió veneno de un
lugar tan dulce)
El tramo final del diálogo es directamente un coqueteo: él le regala un anillo, que ella se coloca, diciéndo:
A.: “To
take is not to give”
( “Tomar no es
dar”).
De esta manera el movimiento renegatorio, que comenzó al
intentar desconocer las consecuencias posibles de aceptar el diálogo, se
completa pretendiendo ignorar el significado
de colocarse un anillo regalado por quien la corteja: ha sucumbido al
veneno de las palabras de Ricardo, a la seducción de sus palabras, a la tentación
de obedecer.
El arte del poeta desnuda la
lengua: ésta no pertenece a nadie, las palabras que usamos siempre
vienen de otros. Pero a veces solo replicamos,
otorgando así, a algunas palabras escuchadas, a algunos discursos, el poder de
someternos. (Publicado en Elsigma.com)
[1] The Complete
Works of William Shakespeare, Gramercy Books, 1975, USA . Versión en castellano propia, basada en las
traducciones de Cristina Piña y Luis Astrana Marín.
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